EL OCÉANO YA ESTÁ AQUÍ
Un día, en la playa, mi padre me
dijo: “te voy a contar un cuento que sucede en el futuro, cuando tú y yo y
todos los que nos rodean, estemos muertos y más que muertos”.
Mi padre tiene la costumbre de
contar cuentos. Da por supuesto que la persona que tiene delante es educada y
no le va a dejar con la palabra en la boca.
Cuando veníamos desde Badajoz, refunfuñó
todo el rato. Miraba el paisaje que desfilaba por la ventanilla y decía cosas
como:
- Era mejor cuando no había
autopista. Te parabas en algún pueblo a tomar un café con esos dulces
portugueses tan ricos.
Nada más llegar, dijo:
- Que largo se me ha hecho el
camino.
(¿No había protestado por la
existencia de la autopista?)
Y cuando estuvo delante del Océano
Atlántico, dijo:
-Qué pena que la playa no esté justo
delante de nuestras casas.
(¿No añoraba los dulces y el café
portugueses? Pues había borrado Portugal del mapa de un plumazo.
El cuento era así. Será cuando el
océano esté delante de nuestras casas y el mundo sea un lugar oscuro y caliente.
Las pantallas estarán apagadas, aunque los habitantes no sabrán que se llaman
pantallas. De vez en cuando, un ramalazo las iluminará y mostrarán imágenes
inexplicables. Aunque el gobierno decretó en algún momento que el planeta
Tierra había sido siempre así, algunos veían en aquellos destellos el mundo que
había sido.
El viejo profesor protagonista
del cuento impartía clases de Historia. No me preguntes cómo podía explicar
historia en un mundo que según el gobierno no tenía historia. Solo daré una
pista. Mi padre había sido profesor de Historia.
En el momento en que comienza el
cuento, un niño estaba apoyado en la barandilla del puente. El viejo profesor
no estaba seguro de si era el mismo que recogía los restos de comida que sacaba
su ayudante. Todos esos emigrantes se parecen. Por si acaso, intentó pasar sin
que lo viera, pero los seres primitivos tienen el instinto de los animales y se
volvió. Apretó el paso, pero el chico le alcanzó.
-Ven, ven- le dijo.
Delante de ellos se abría la
rampa que bajaba hasta la playa que había entre el río y el océano. El profesor
lo apartó de su lado. Una vez bajó y no volvería a hacerlo. La oscuridad era
total y allí, en medio de la nada, sintió la amenaza del océano.
La joven ayudante, además de
darle comida a escondidas a los emigrantes que pasaban por la puerta de su
casa, se dedicaba a llevarle la contraria en todo. Si él decía algo así como
“las autoridades no hacen lo suficiente para pararlos en la frontera”, ella
contestaba: “¿qué más van a hacer, levantar muros más altos, poner más
concertinas?, a lo que el viejo profesor respondía: “Mira, a mí no me
importaría que vinieran a trabajar, pero es que vienen a vivir del cuento y a
delinquir”. La aguantaba porque limpiaba el polvo y le ordenaba el despacho.
Unos días después del encuentro
con el niño, su ayudante entró en su despacho y con su natural desfachatez y
mala educación, le dijo:
- Yo sí acompañé al niño.
- Qué niño?
- ¿Sabe lo que le quería enseñar?
Esto es lo que había encontrado debajo de la arena.
Y vació una bolsa de plástico encima
de su mesa. Eran seis figurillas que representaban a otros tantos seres humanos
y lo que parecía ser la parte de un edificio que corresponde a la entrada. La
ayudante puso las figurillas de pie, junto al portal. Una mujer, un recién
nacido, un hombre con barba y cayado y tres seres que parecían contemplar la
escena.
- ¿Ve lo que yo? Llevan ropas de
otro tiempo. Y cinco son blancos.
- Se les habrá caído la pintura.
- No hay restos de pintura. Han
sido siempre blancos.
- Serán emigrantes.
- Estaban enterradas en la arena.
El océano las ha debido de sacar. ¿Se da cuenta? Pertenecen a la vieja ciudad.
- ¿Me vas a decir que hubo una
antigua ciudad aquí abajo y que estaba habitada por blancos?
- Sí, antes de la catástrofe,
antes del cambio, cuando había invierno y luz. Antes de que el océano llegara
hasta las puertas de nuestras casas.
- Son leyendas. Nunca hubo ningún
cambio, ni grande ni pequeño. Le haces demasiado caso a esos tipos que andan
por ahí anunciando el fin del mundo.
Y tiró de un manotazo las
figuras. Tenía que hablar con su maestro, al que le debía su carrera y
prestigio. Pero, ¿cómo le plantearía lo que acababa de ver? No podía hacerle
pensar que él dudaba. Los sabios habían decidido que las creencias de que la
Tierra era un lugar a punto de desaparecer por culpa del hombre, eran fragmentos
de un cuento que se contó hace siglos.
Cuando ya estaba delante de la
casa del maestro, sintió la mano del pequeño.
- Se puede saber qué quieres –
dijo malhumorado.
- Ven, ven
¿Qué había encontrado ahora? Esta
vez dejó que le llevara de la mano. Conforme se acercaban a la Plaza Alta, se
hacía más difícil dar un paso. Las calles estaban atestadas de blancos sucios y
hambrientos llegados del norte. Una mentira más. El norte no existía. Jamás
existieron aquellas tierras de las que decían venir.
Llegaron a la plaza. Y ahí estaban.
Entre dos columnas de los soportales. Una mujer arrodillada, un niño de pocos
días y un hombre con cayado. Había otros emigrantes que les estaban ofreciendo
comida y alguna manta para proteger al niño. Y él.
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